En un Madrid-Lima de Iberia, el asiento que tenía reservado para salir el primero del avión y llegar a tiempo a una cena -aunque no se lo crea, ajusto tanto y me precio de ser puntual- en el embarque me dijeron que estaba estropeado y me ofrecieron un par de alternativas, que no permitían desembarcar el primero. Reconozco que, pese a, podríamos decir suavemente, mi disgusto, hicieron lo imposible para que tuviera un vuelo agradable. Por culpa de la sala VIP y de la Business almorcé dos veces con un magnífico “catering”, que tiene el mismo proveedor. En la compañía española es delicioso disfrutar de mensajería de redes sociales gratuita permanentemente (si se viaja en ejecutiva o se es miembro de Iberia Plus), fácil de conectar y de alta calidad.
De Lima a Santiago, cada vez me da menos rubor la posibilidad de saltarme la cola del control de seguridad como si fuera un inválido, o diplomático, o estuviera embarazado, por el hecho de tener más de sesenta años, porque la verdad es una ventaja inmerecida que viene muy bien. No ejercí esa prebenda en el control de pasaportes, porque no había clientes, pero sí proporcioné la excusa para ser beneficiario de esas ayudas a los ancianos: en la sala VIP percibí que no tenía el imprescindible teléfono móvil (era la tercera vez que lo extraviaba en muy poco tiempo, aunque una de ellas robada por un lobo ibérico, cuya historia no viene a cuento en esta página) y regresé hacia el control de seguridad, pensando que me lo había dejado allí. Pues no, estaba en el mismo sitio del de pasaportes donde accidentalmente lo deposité.
Al embarcar, la señora, también merecedora de esos privilegios, pero más loro, pedante, entrometida, quejosa, presumida y despreciativa hacia el pueblo que yo, tenía el asiento delantero totalmente reclinado. Se lo hice notar a la sobrecargo del A320 de LATAM, pero la cretina, sin haberme dirigido a ella, contestó que tenía muchos dolores de espalda. Ante la permisividad de la tripulante de cabina de pasajeros, que le debía impresionar la señora de la artificial alta sociedad limeña, cuyos atributos son el dinero y la falta de empatía, hice un par de comentarios a la sobrecargo sobre seguridad (safety) y que no podía sentarse en lugares que afectaban a una evacuación incapacitados físicos.
La empleada me miró con cara de susto y le dijo a la estúpida que tenía que poner el respaldo en posición vertical. Pese a ir en Business, luego la pasajera impresentable le dijo que le habían robado la almohada, que debía haber sido algún pasajero de clase económica, con voz despreciativa hacia los de atrás. La sobrecargo le consiguió otra. En vuelo la señora se apoyaba sobre dos almohadas. Me quedé corto con los comentarios del párrafo anterior.
Estuve en la nueva sala VIP que utiliza la alianza Skyteam en la nueva terminal del aeropuerto de Santiago de Chile. Infinitamente mucho mejor que las Pacífico y mucho peor que la de LATAM, es bastante aceptable, salvo porque una joven indocumentada controla, racionándolo, los platitos calientes que quieren los usuarios. Fue el anticipo del habitualmente pérfido vuelo con Aerolíneas Argentinas, en donde no necesitan racionar porque el “catering” en su clase ejecutiva es para no engullirlo y sus tripulantes de cabina de pasajeros parecen funcionarios ministeriales a los que les preocupan sus compañeros de trabajo y malsufren a los administrados.
Lo único bueno es el butacón, muy argentino también. Si el candidato presidencial Millei privatiza (o cierra) Aerolíneas, como ha anunciado, le adoraré, pero, como siempre, no servirá para nada. Con esa especie de mala antigua Aeroflot proseguí el viaje al día siguiente a Montevideo. La sobrecargo haría un trabajo similar en una ventanilla de reclamaciones de un ayuntamiento en Cochabamba. Y sigue faltando una sala VIP en la parte internacional del Aeroparque “Jorge Newbery”, el aeropuerto cómodo -por su ubicación- urbano de la llamada Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Estoy bastante cansado de que en los mostradores de facturación de Business de Iberia fuera de España atiendan a pasajeros de la económica, muchas veces con problemas y larga tramitación, con la excusa de que no hay pendiente ninguno de ejecutiva, que cuando llega tiene que esperar mucho a que atiendan a los otros. A eso se agrega que Montevideo casi siempre tiene largas colas para el control de seguridad. En el de inmigración, el pasajero español tiene que convencer a la agente de turno que con nuestro pasaporte podemos pasar a través del quiosco automatizado, porque lo ignoran. Al final se llega a la esplendorosa sala Vip y todo se olvida.