Gocé mi primera experiencia en Singapore Airlines, haciendo dos saltos intercontinentales en su primera clase. La ida fue realmente magnífica y espectacular, aunque no está acompañada por sus servicios en tierra. Cada vez que se acerca una tripulante de cabina de pasajeros para preguntar u ofrecer algo se pone en cuclillas, es decir, casi igual a sus homólogas europeas. Pero prácticamente todo era estupendo: ancho de butaca que permite que se sienten dos personas y reconfigura la tripulación a una auténtica cama con un colchoncito y edredón delicioso y permite tumbarse en oblicuo sin apreciar ninguna irregularidad y con un cinturón especial que se puede mantener abrochado permanentemente sin que moleste.
El habitáculo proporciona una independencia que impide ver, si así se desea (y lo deseo, vaya que lo deseo) a los otros pasajeros, con iluminación (incluso con un interruptor para vislumbrar el suelo), mesa y receptáculos para objetos muy buenos y originales. En el Boeing 777-300ER, cuyo fuselaje es más ancho que el A330/A340, hay sólo cuatro asientos de First Class por fila (Iberia, cuando tenía primera, ofrecía cinco), pero me di una vuelta por toda la cabina y en la Business… también eran cuatro por fila. Incluso la Económica me dio la sensación de relativamente cómoda y espaciosa, igualmente cada asiento con su sistema de entretenimiento individual.
La pantalla del sistema de entretenimiento es como el televisor de muchas casas, con una cantidad innumerable de películas (incluyendo unas quince en castellano) y de música. Creo que está reconocido como el mejor del mundo. Del “catering” y la vajilla no puedo hablar mejor y de la variedad de tipos de café y formas de preparación, así como de la coctelería y la diversidad de productos de venta a bordo. Hay otro interruptor para indicar que el pasajero no quiere ser molestado y todos los tripulantes me llamaron por el apellido, después que el sobrecargo preguntara respetuosamente al principio si lo pronunciaba bien.
Los aseos de primera tenían flores de verdad, espejos por todos los lados –incluyendo uno para el maquillaje o afeitado–, asiento, receptáculos con cepillos de dientes, peines, colonias, cremas y productos para cuando las mujeres padecen sus cosillas; y un grifo suelta el agua automáticamente cuando detecta las manos sobre un lavabo originalísimo que parece una cascada. Hay en el suelo un mando para abrir la papelera, sin que se necesite tocar su tapa.
En el retorno sufrí la incompetencia de sus servicios en tierra en un país que quiere convertirse en desarrollado, y gracias a sus recursos naturales avanza en ese sentido, pero cuya gente y sus infraestructuras están a años luz de ello. En el mostrador de facturación de primera de Singapore la agente estaba atendiendo a dos clientes de turista, por lo cual protesté, pero como si lo hiciera ante un ornitorrinco; su impresora de tarjetas de embarque estaba habilitada para las de económica y la mía la tenían que emitir dos más allá y no lo conseguían, con lo cual tuve que esperar unos cinco minutos.
La misma inútil informó que podía utilizar la sala VIP de una compañía norteamericana (que carecía de hielo, periódicos, ordenadores y no funcionaba el “wi-fi”), pero cuando llegué a la zona correspondiente descubrí una exclusivamente de primera de otra aerolínea de la Star, a la que podían acceder los pasajeros de esa clase de cualquier compañía de esa alianza. Antes, el control de pasaportes estaba tan lleno como el de salida de Tokyo después del terremoto. Llamaron para embarcar en la sala recomendada veinte minutos antes de empezar a hacerlo en la realidad, haciendo que esperáramos como borregos.
Cuando al final estaba en mi asiento, vino un incompetente de tráfico a pedirme la tarjeta de embarque, como si me hubiera colado en primera. En pleno monólogo mío llegó su jefe de escala, al que ya le había protestado, para indicar a su subordinado que estaba arreglado y que me dejara en paz. Fuera de eso, el retorno muy bueno, salvo porque no había “stock” del también buenísimo “kit” de productos de aseo, que en el vuelo de ida sí me entregaron, junto con zapatillas, pijama y antifaz, diciéndome que los subirían en la escala de Barcelona, donde yo me bajaría.
Allí desembarqué el primero, pasé el control de pasaportes el primero (y un segundo de policías de paisano después, que me preguntaron si iba a Barcelona, a lo que respondí con un escueto no; luego si seguía a Singapur, a lo que repetí un no y, mientras él titubeaba sobre si me hacía otra más, le dije que mi destino era Palma); y me entregaron la maleta el primero, sólo tres o cuatro minutos después de llegar a la cinta de equipajes. Como aterrizamos antes de la hora, pedí a Vueling si me embarcaba en el vuelo anterior al que tenía previsto, para no esperar cuatro horas. Hicieron el cambio sin problemas y sin pagar nada y todavía me dio tiempo a hacer una pasadita por la terminal para ver sus tiendas, que constituyen un auténtico centro comercial. Al día siguiente, el 16 de abril, a las seis horas y cuarenta minutos, embarqué en el último vuelo previsto, de momento, de la historia operado por Iberia en las Islas Baleares.
Javier Taibo