Creo, que desafortunadamente, sigo batiendo estúpidos récores. En el corto plazo de cinco días (seguidos) estuve en Santiago de Chile, Lima, Gran Canaria, Mallorca, Madrid y Albacete. Incluso a mí me parece imposible… Y en ese plazo debería haber tocado también Amsterdam, pero ágilmente aborté cuando percibí el caos que iban a crear los políticos europeos a costa del volcán. Y bien que hice, ya que el vuelo de la capital peruana a la holandesa que tenía que abordar finalmente se canceló, pero un día antes me había asegurado la compra de una plaza en Iberia -vuelo en que el sobrecargo y su tripulación se merecen un diez, al igual que la gente que me atendió telefónicamente en el Centro de Servicios de Iberia Plus- para volver directamente a España, lo que se reveló como una inteligente medida, algo insólito en mí.
Todavía estoy esperando que Air France-KLM me devuelva el importe del billete que no pude realizar por las presuntas cenizas en suspensión. La verdad es que estoy perplejo de las absurdas consecuencias de los vapores del impronunciable volcán islandés, con miles de vuelos cancelados, aeropuertos cerrados, pasajeros como gatas en celo intentando apoderarse de vehículos alquilados y de plazas en barcos para salir de las islas Baleares, taxistas haciendo un agosto en abril y pilotos privados acosados como si fueran taxistas de saldo.
Yo en esos días hice tres vuelos, sin un minuto de retraso y cómodamente, aunque era sorprendente ver la T4 de Barajas a las ocho de la tarde como si fuera un aeropuerto de un país con toque de queda a las tres de la madrugada, con sólo una decena de vuelos pendientes de partir en las cuatro horas siguientes. Me figuro que mi experiencia de viajero y la capacidad de cambiar de ruta, operador y de todo que tiene mi cerebro lechuguino en algo contribuyeron. Pero me pareció alucinante que aquel domingo se cerrara el aeropuerto de Palma cuatro horas, cuando yo miraba el cielo y la única nube que vislumbraba era la de la chimenea de un asador cercano. Se han pasado tres telediarios, lo atestiguo.
Estuve en São Paulo, cuya terminal necesita más que un retoque. El edificio es desde hace años anticuado e incómodo, si bien todavía cumple su función. Lo que es inevitable en hora punta son los más de 120 minutos de atascos para ir del aeropuerto de Guarulhos al hotel. De la ciudad brasileña fui a Bogotá en un flamante birreactor de fuselaje ancho Airbus A330-200 de Avianca, con una cómoda butaca en clase ejecutiva, un buen sistema de entretenimiento y un magnífico servicio a bordo.
En los aviones de esta compañía colombiana vuela una llamada supervisora de ventas libres de impuestos, que, aparentemente, se ocupa sólo de esto, entregando y recogiendo los folletos -más usados que los aseos de una gasolinera de carretera comarcal- de productos. Son alucinantes las distancias que median en el Continente americano, comparadas con las de Europa: São Paulo-Bogotá, seis horas de vuelo, poco menos que el tiempo entre Madrid y Nueva York o algo similar a lo que se tarda entre Canarias y Helsinki.
Algo delicioso de la llegada a Colombia es que no hay que rellenar el ridículo e inútil impreso de inmigración, pero, eso sí, se preocupan mucho del dinero que el pasajero esté internando en el país, me figuro que para evitar el tráfico de drogas y el blanqueo. La terminal de Eldorado también necesita una urgente remodelación o, incluso, sustitución. Como al día siguiente me iba a Lima, la otra grata noticia es que si la estadía es de menos de 24 horas no cobran la tasa aeroportuaria de pasajero, ya que se considera que está en tránsito.
El vuelo a Perú fue también en Avianca, pero en un A320, cuya clase ejecutiva ofrece un fabuloso butacón, con un magno reposabrazos que esconde una considerable pantalla con el mismo programa de entretenimiento que en el A330. La mejor poltrona y el mejor vuelo de medias distancias (dos horas y media) que he hecho nunca en un avión de fuselaje estrecho de una compañía regular y con una tarifa sensiblemente inferior por km. que en Europa. En Lima, a las cinco de la tarde del jueves, no había ningún funcionario en el control de pasaportes, por lo que tuve que optar por entrar ilegalmente en el país o esperar unos instantes -que finalmente fue mi elección-; ni en la aduana, en la que aguardé también a que la abrieran.
Volé en la nueva clase ejecutiva de Air Europa, que me figuro que se llama Extra (Crew) Class: butaca incómoda, sin el asiento central libre y con ocho personas de la compañía como pasajeros, que eran los únicos que la invadieron, además de mi excelso cuerpo, hasta el punto que uno de ellos estaba ya situado en el que tenía yo asignado cuando embarqué y con todos los maleteros ocupados con sus enseres. Ante mi protesta, la sobrecarga se puso medio chulita. Realmente tenía razón ella, pues yo estorbaba. No sé por qué admiten pasajeros de pago en la Extra Class. Además, es casi imposible que en sus vuelos (por lo menos en mi caso) sumen millas en el programa Flying Blue de Air France-KLM, aunque haya derecho a ello. Siempre hay que reclamarlos.
JAVIER TAIBO