Empieza a caerme simpática Vueling. Es vox populi que no me gustan los puentes aéreos en los que no se puede reservar plaza, por la sencilla razón que suelo llegar al aeropuerto con escasa antelación y no deseo correr el riesgo que el vuelo que me interesa se haya llenado y me quede colgado hasta el siguiente. Opté por ir a Barcelona en el primero, que era de la filial de bajos costes de Iberia, y lo convertí a mi antojo en un enlace en clase ejecutiva: pagué un suplemento por ir en la fila uno con la butaca de al lado libre (de hecho, fui en las dos primeras filas yo sólo, excepto los tres habituales gorrones/polizones que proliferan por toda la piel de toro) y utilicé la sala VIP de Iberia, a la que tengo derecho por mi categoría de cliente.
Pude ojear allí gratis los periódicos y desayunar, que en mi caso se traduce en tomar un café sólo con una pizquita de azúcar, a 32ºC, en taza pequeña de porcelana y cucharilla de metal inoxidable, a ser posible fabricados en España. Todo ello por la cuarta parte de lo que hubiera costado en una aerolínea con clase ejecutiva. De allí fui a Málaga en la misma compañía, con resultados muy decentes también. Para el retorno desde la capital andaluza decidí estrenar el tren de alta velocidad, más que nada porque no me cuadraban los horarios de los aviones y creía que ir de centro a centro de la ciudad en esta ocasión posiblemente, sin estar muy seguro, era conveniente.
Descubrí que la página “web” de Renfe es más mala que Rodríguez Zapatero hablando en inglés ante un foro económico internacional. Para determinar los atributos de dos de sus clases tuve que buscar comentarios de clientes, ya que en su portal sólo encontraba la diferencia de precio. El famoso AVE tiene la ventaja que sólo hay que embarcar dos minutos antes de la salida (y llegar a la estación con cinco más), que los controles de seguridad son tan livianos que no parece que se hayan producido gravísimos atentados en ferrocarriles en España, se puede trabajar más agradable que en un vuelo y sin presentaciones previas en el aeropuerto, embarques lentos y asientos incómodos, que no precisan cinturones de seguridad.
Por el lado negativo, la comida es poco mejor que en un vuelo charter de poca monta, va más despacio de lo que creía, lo cual demuestra mi ignorancia sobre el sistema, sin mencionar que creía que había comprado un billete de un trayecto sin paradas y lo hizo en Córdoba, la pantalla de video es lejana y pequeña y los auriculares baratos y malos, Por cierto, en ningún momento pidieron que mostrara algún documento de identidad.
Lo cómico del caso es que, mientras me desplazaba entre Barcelona y Málaga, ante el estupor de las personas con las que viajaba, musité que soy idiota, ya que en ese momento me percaté de un pequeño e incómodo detalle: cuando madrugué para ir a la Ciudad Condal, fui al aeropuerto y dejé en el estacionamiento de la terminal T4 el vehículo… y regresaba a Madrid por la estación de Atocha. Para compensar mi imbecilidad, opté por ir a Barajas en metro y sufrí dos trasbordos, en convoyes relativamente llenitos, sin un asiento libre, pero como llevaba papeles para leer resultó leve y todo ello por dos euros… más unos cuarenta de aparcamiento del aeropuerto. Soy ratardado mental.
En los vuelos europeos y nacionales he observado que hay un estrato profesional que no ha dejado de volar en clase ejecutiva, el de actores, presentadores de espectáculos y cómicos, que, curiosamente, piden a bordo que les den sólo el diario “Público”, por lo que presumo que no son ni de derecha, ni de centro. Ahora me tocó ir a París sentado al lado de Carmen Maura.
Probé en la gran urbe francesa un taxi-moto. Estaba en el centro de la ciudad del Sena concluyendo una reunión y mi vuelo, el último, partía cuarenta minutos más tarde, siendo hora punta en la autovía periférica de la capital francesa. Una secretaria me lo sugirió y me pareció simpático, no sólo por evitar una pernocta allí, sino para probar esa experiencia, con los rigores del invierno, además: una moto enorme con calefacción en el asiento; zamarra para el cliente (iba a corbata gentil); una especie de lona de protección; guantes; casco integral… y las explicaciones del motero, incluyendo que si pasaba miedo que apoyara la cabeza sobre su hombro izquierdo para que bajara la velocidad. Divertidísimo, amenizado porque creí ilusamente que frenaría antes de atravesar entre un voluptuoso camión y una furgoneta. No pasé frío y llegue en catorce minutos a Orly.
Observo que los chiquillos de Boeing siguen sin resolver un problema de ingeniería que siempre padecen los pasajeros de su birreactor 737, sea cual fuere la versión: la tapa del retrete del inodoro delantero, sobre la que parcialmente la gente que es un poco cochina se sienta para hacer sus cosas, es imposible que se quede en posición erecta, obligando a que sean todavía más marranos. Espero que sean más sensibles sus expertos para resolver los otros problemas técnicos del avión, porque, si no, dan ganas de volar sólo en Airbus.
JAVIER TAIBO