La revisión fue razonable, con un agente agradable, pero antes tuve que esperar una media hora porque a otro pasajero le revisaron un montón de ropa nueva que tenía el aspecto que su destino era la reventa. Todo el equipaje de bodega lo entregué a una persona en el aeropuerto, puesto que regresaría cuatro días más tarde a una feria y proseguía a Buenos Aires sólo con el de mano.
Pasé un nuevo control de seguridad y de pasaportes y fui a la sala que utiliza allí la alianza Skyteam, después que la persona de recepción de la Star me dijo que su competidora no contaba con esas facilidades. Estaba demasiado repleta, pero me pude sentar en un lugar relativamente aislado y gozar de un “catering” variado y abundante. Cuando salí para embarcar pasé por delante de la estúpida empleada de Star y le dirigí una mirada asesina, pero no se dio por aludida. Tengo que mejorar en esto.
El vuelo de Aerolíneas Argentinas, como suele ser habitual, con su mal servicio en todos los ámbitos y unos tripulantes de cabina de pasajeros que parece que están allí por obligación y que les dan cien patadas los clientes, pues ellos tienen su trabajo asegurado, siendo funcionarios de una empresa estatal con pérdidas endémicas y en la que mandan peronistas y sindicatos, que viene a ser lo mismo.
El “catering” es también un ensalzamiento a las bondades comparativas de alguna mala multinacional de las hamburguesas. Para colmo, pese a ser la una y media de madrugada, la cola para el control de inmigración en el Aeroparque “Jorge Newbery” fue tediosa.
Al día siguiente, con fuerzas renovadas, viajé a Santiago de Chile en LATAM desde el mismo aeropuerto argentino, que carece de sala VIP, pero aquí abordamos la aeronave bastante antes de la hora y llegamos con mucha anticipación a lo previsto, con su habitual servició de “ni fu, ni fa”, aunque más “fu” que “fa”.
En el control de inmigración no había ni una cucaracha. La jornada después despegaba temprano hacia Lima, lo cual no impidió que pasara por la VIP de LATAM en el aeropuerto “Arturo Merino Benítez”, que en este caso si la califico de amplia, magnífica, muy bien dotada y con un servicio muy agradable.
A Lima fui en un 787-9, con su habitual anticuada configuración en clase ejecutiva, pero mucho mejor que la de un birreactor de la familia A320, pues los asientos se convierten en cama. Nuevamente tuve suerte en inmigración y aduana. Un día después regresaría a la capital chilena, esta vez en un A320 y de nuevo los controles los pasé sin dificultad. Para volver a Río lo hice, igualmente, con LATAM, vía São Paulo/Guarullos, con un tiempo de escala programado de unas 4 h. Desde el espigón internacional al nacional hay un buen trecho nada cómodo. Al llegar intenté en un mostrador de tránsito adelantar el vuelo a uno anterior, pero me dijeron que no existía.
Me encaminé más o menos con calma e incluso busqué una sala que había antes de la ampliación del aeropuerto de American Express que estaba en un piso más alto, antes del control de seguridad, cuando todo el tráfico se concentraba allí, pero ya no existía. Esa parte de la infraestructura es crecientemente cutre. Traspasé el control y en una pantalla de información vi con sorpresa que había un vuelo de LATAM que estaba retrasado media hora. Fui a la puerta de embarque pregunté si podía volar en éste y, tras diversas gestiones telemáticas, me dijeron que sí, pero en clase turista, pues la ejecutiva estaba llena y así pude llegar a Río de Janeiro/“Satos Dumond” un par de horas antes.
Tres días después inicié el pavoroso retorno. Tenía un acto en Ibiza y una cena después importante en Madrid. La única posibilidad de llegar a la isla mediterránea a la hora pretendida consistía en comprar el desplazamiento a la capital de España en la problemática TAP, no sin antes cerciorarme que la amenaza de huelga de sus pilotos se había desconvocado. Y la única opción fue ir a Belo Horizonte con Gol, para conectar tres horas más tarde con un A330-800 de la portuguesa con destino a Lisboa, donde enlazaba dos horas después con un A320 a la capital de España. Lo hacía todo en Business y así constaba en el billete.
Fue imposible emitir la tarjeta de embarque anticipadamente en Gol, por lo que solo pude hacerlo en el aeropuerto metropolitano de “Santos Dumond”, una bella obra de ingeniería metida dentro del mar carioca, Allí descubrí que Gol no sólo seguía sin tener clase ejecutiva, sino que aleatoriamente me habían asignado un asiento de ventanilla en la cola del avión. El buen hacer de la agente de facturación, que después de ver lo que ponía mi billete electrónico gestionó la situación con algún superior, permitió que viajara en la primera fila, entera para mí. Tras el enésimo control de seguridad encontré una coqueta y apañada, bastante llenita, sala VIP que admitían una tarjeta con la que me permitía acceder gratuitamente y pasé el tiempo hasta el embarque y, de paso, almorcé. Pese a ser una “low cost”, ofrecen bebidas y un “snack” gratuito.