En un paso más en la implementación de medidas de seguridad que no parecen ir en paralelo a lo práctico, las autoridades estadounidenses dictaron la prohibición de llevar en las cabinas de pasajeros ordenadores portátiles y tabletas –que ya tenían que filtrarse separadamente por los escáneres del resto del equipaje de mano de los viajeros– en los vuelos directos entre algunos países de corte islámico y su nación, para prevenir que en su interior puedan alojarse explosivos. Eso no impide que puedan detonar en las bodegas de las aeronaves, aunque el daño sea menor, si van en una que no esté presurizada.
Lo ridículo de esta situación es que no evita que un presunto actor viaje, por ejemplo, a Madrid y de ahí con su ordenador portátil y tableta en la cabina de viajeros a cualquier aeropuerto norteamericano, con lo cual no es demasiado comprensible la medida y parece un acto de maquillaje que pone una nueva piedra en el bienestar de los ya sufridos usuarios del transporte aéreo mundial. Y todo ello sin explicar claramente cuál, dónde y cuándo se ha constatado la existencia de una amenaza de ese calibre. Y, como todas otras anteriores y ridículas medidas, habrá venido para quedarse y ampliarse.
Es de risa que un cortaúñas pueda representar una amenaza, cuando el mero hecho de romper y utilizar como arma una botella de vino de las que sirven a bordo en las clases nobles es infinitamente más peligroso y ahí están; o cuando nos obligan a descalzarnos en ciertas ocasiones, especialmente si llevamos botas porque a alguien se le ocurrió que podría ser un receptáculo para material explosivo. O cuando se determinó que este se podía diluir en líquidos, prohibiendo recipientes de más de 100 ml., en muchos casos considerando el continente y no el contenido real, lo cual acrecienta el nivel de absurdo y de falta de formación y criterio del personal de seguridad.
Todas son medidas que se van sedimentando, pues se implantan, pero no se retiran nunca, por mucho que se ha demostrado su inutilidad en algunos casos, obligando a las aerolíneas a incurrir en gastos adicionales que, a la postre, lo pagan los pasajeros en el precio de sus billetes. Mientras tanto, los medios de transporte terrestre, que son en los únicos en los que se han producido en España gravísimos atentados, como los del 11-M, sufren unas medidas de seguridad muy alejadas de las que padece el aéreo.
Y no hablemos del marítimo, en el que no resulta difícil embarcar un vehículo cargado de explosivos, sin la necesidad de la inmolación siquiera del autor, provocando destrozos y víctimas potencialmente muy superiores a un atentado en una aeronave. No nos oponemos a las medidas de seguridad, en absoluto. Pero lo que si demandamos es que estas sean racionales, proporcionadas y útiles, no inservibles para justificar el negocio o el “marketing” de la seguridad. Y no estaría demás que el personal que vela por esos intereses estuviera instruido para dar un trato como cliente al pasajero.