Los conflictos laborales que han afectado y siguen afectando a la compañía aérea Ryanair y poca gente los esperaba hace un par de años. Pero está plenamente vigente el paradigma que reza que las aerolíneas de bajos costes tienen una presión de gastos al alza y las tradicionales a la baja, mientras su modelo de negocio cada vez se aproxima más. En una empresa como la irlandesa, en la que la productividad de los recursos humanos y materiales se exprime al máximo, cualquier vicisitud puede convertirse en una bola de nieve rodando por una pendiente.
La mecha se encendió con los graves problemas operativos derivados de una supuesta mala programación de los pilotos, supuestamente por no contabilizar las vacaciones, que obligó a cancelar una buena cantidad de vuelos. Pero el miedo a formular reivindicaciones laborales por parte de los colectivos de esos profesionales y de los tripulantes de cabina de pasajeros en los diferentes países donde tiene bases derivó a conflictos de enormes magnitudes, que, incluso, condujeron a dimisiones en el equipo directivo y acarrearon severos perjuicios económicos a su cuenta de resultados y a sus pasajeros, sometiéndole a una pérdida del liderazgo del que su mastodóntica flota de 450 Boeing 737 ha alardeado en el último decenio.
Ryanair se convirtió en el mayor transportista de pasajeros en términos absolutos (si bien no en los relativos, sumando el que tienen todas las compañías que controla IAG) en los aeropuertos españoles y, como no podía ser menos, también fue la que más ha martirizado a sus pasajeros con las huelgas del personal, provocadas fundamentalmente por eludir las normativas laborales de los países donde tiene basados tripulantes, a los que en su mayoría obligaba a tener contratos y condiciones irlandeses, distintos de los que se exigen en la nación en la que realmente viven. El final feliz de esta historia sólo pasa por un incremento de los costes, que, en definitiva, pagará el pasajero y Ryanair cada vez se alejará más de su adorado y original modelo “low cost” y se acercará al que ahora tienen las compañías de red.
Por otro lado, Rolls-Royce está contra las cuerdas con los costes millonarios que suponen fallos en parte de sus turbinas que propulsan al Boeing 787, que provoca que haya que cambiarlas, poniendo al motorista aeronáutico en una situación límite y generando pérdidas al fabricante de aviones y a las aerolíneas operadoras de determinada variante de su “Trent 1000”. No en vano, y chocantemente, tras adquirir con polémica –por ser una industria tecnológica clave aeronáutica y de defensa– el 53,1 por ciento de las acciones que no estaban en sus manos en ITP a la española Sener por 720 millones de euros, operación que fue autorizada por el Gobierno el pasado 7 de diciembre, ahora Rolls-Royce se ve forzada a buscar un comprador para esta filial para tener tesorería.
Tampoco podemos olvidarnos de otras dificultades severas en los motores Pratt & Whitney PW1100G que propulsan a la familia A320neo y que provocan retrasos en las entregas y paradas en los aviones ya suministrados con esta versión. Son los problemas de este trepidante mundo que es el transporte aéreo, que vuela a velocidad supersónica.